
Mas ya he hablado bastante. Mal sirven las palabras el sentido misterioso de las cosas; siempre deforman más o menos lo que se dice, y a menudo se desliza en el discurso un dejo de falsedad o de locura. Pero asimismo esto lo encuentro muy bien y de ningun modo me disgusta. De buena gana consiento en que la sabiduría de un hombre tenga cierto aire de locura a los ojos de alguno de sus prójimos.
Govinda escuchaba callado.
¿Por qué pregunto con voz vacilante unos momentos después, por qué me has hablado así de la piedra?
Por cierto que fue sin intención, y acaso porque me siento unido a ellas, a este río a estas cosas que vemos y que todas tienen algo que enseñarnos. Si, Govinda, soy capaz de amar una piedra, un árbol y hasta un pedazo de cortesa. Son cosas y por tanto cabe amarlas. Pero algo hay que me siento incapaz de amar: las palabras. He aquí por qué no hago caso a las doctrinas. Carecen de dureza, de blancura, de color, de perfume, de gusto; sólo una cosa tienen: palabras. Tal vez por ello tú nunca alcances la paz. Oh, Govinda, tú te pierdes en el laberinto de las frases, pues sabe, amigo mío que ración y virtud, Sansara y Nirvana. No existe el Nirvana, únicamente existe la palabra Nirvana.