
Mas ahora, otra idea se imponía con vigor a su espíritu despierto: No soy el que era; he dejado de ser asceta, tampoco soy sacerdote o brahmán. ¿Qué haré, pues en mi casa junto a mi padre? ¿Estudiar? ¿Sacrificar? ¿Entregarme a la meditación? No, todo esto ha terminado, ha salido para siempre de mi camino.
Inmóvil, Siddharta permanecía allí, parado, y por un instante, apenas el lapso de una aspiración, sintió frío en el corazón; percatosé a qué punto se hallaba solo y sintió que algo, semejante a un pequeño animal, pájaro o liebre, se helaba en su pecho. Durante años careció de hogar y ni siquiera reparó en ello. Ahora sí. Inclusive en los momentos de más profunda abstracción había sido el hijo de su padre, un brahmán, un intelectual, un hombre respetado. Ahora era únicamente Siddhartha, el despierto nada más. Aspiró aire con todas sus fuerzas y durante un momento tiritó. Su soledad era absoluta. No existía un solo noble que no tuviese relaciones con otro noble, ni un obrero que no conociese a otros obreros, a quienes pudiese recurrir, cuya existencia compartir; no existía un solo brahmán, que como tal, no contase entre los brahmanes y no viviese con ellos, ni un asceta que no encontrara un refugio junto a los samanas. Tampoco el eremita más solitario del bosque se hallaba solo, pues, aunque aislado, también él pertenecía a algo: su estado le unía a la humanidad. Govinda se había hecho monje y otros monjes de hábito, creencias y lenguas idénticos eran sus hermanos. Mas él, Siddhartha, ¿a quién, a qué pertenecía? ¿Qué vida compartiría? ¿Qué lengua hablaría?
En ese instante parecióle que el mundo se hundía en la nada. Mas al sentirse perdido como una estrella en el cielo, al sentir que su corazón se helaba y su coraje flaqueaba, se endureció, se irguió más fuerte, más que nunca en posesión de su yo. Había comprendido que esta última experiencia suya era el postrer estremecimiento del despertar, el último espasmo del nacer. Volvió entonces a ponerse en marcha, rápidamente, con la impaciencia de un hombre urgido de llegar, ¿dónde? No lo sabía; pero no era a su hogar, ni al de su padre.
Siddhartha
Herman Hesse
Inmóvil, Siddharta permanecía allí, parado, y por un instante, apenas el lapso de una aspiración, sintió frío en el corazón; percatosé a qué punto se hallaba solo y sintió que algo, semejante a un pequeño animal, pájaro o liebre, se helaba en su pecho. Durante años careció de hogar y ni siquiera reparó en ello. Ahora sí. Inclusive en los momentos de más profunda abstracción había sido el hijo de su padre, un brahmán, un intelectual, un hombre respetado. Ahora era únicamente Siddhartha, el despierto nada más. Aspiró aire con todas sus fuerzas y durante un momento tiritó. Su soledad era absoluta. No existía un solo noble que no tuviese relaciones con otro noble, ni un obrero que no conociese a otros obreros, a quienes pudiese recurrir, cuya existencia compartir; no existía un solo brahmán, que como tal, no contase entre los brahmanes y no viviese con ellos, ni un asceta que no encontrara un refugio junto a los samanas. Tampoco el eremita más solitario del bosque se hallaba solo, pues, aunque aislado, también él pertenecía a algo: su estado le unía a la humanidad. Govinda se había hecho monje y otros monjes de hábito, creencias y lenguas idénticos eran sus hermanos. Mas él, Siddhartha, ¿a quién, a qué pertenecía? ¿Qué vida compartiría? ¿Qué lengua hablaría?
En ese instante parecióle que el mundo se hundía en la nada. Mas al sentirse perdido como una estrella en el cielo, al sentir que su corazón se helaba y su coraje flaqueaba, se endureció, se irguió más fuerte, más que nunca en posesión de su yo. Había comprendido que esta última experiencia suya era el postrer estremecimiento del despertar, el último espasmo del nacer. Volvió entonces a ponerse en marcha, rápidamente, con la impaciencia de un hombre urgido de llegar, ¿dónde? No lo sabía; pero no era a su hogar, ni al de su padre.
Siddhartha
Herman Hesse
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