
La mujer es la forma visible del mundo. Ella nos lo hace transparente, agudo, ferozmente lúcido. Lo reconocemos en su dulce avidez, en la ceguera terrible de sus entrañas, en el mover de sus miembros, su cuerpo todo, en un aire pesado y profundo: el aire de los primeros días. Ayer me sentía envuelto en tu atmósfera ardiente, y tu pelo nublaba, con una dorada pereza de cielo que se quema, sangre y ojos. Yo estaba desnudo, en la noche, junto a un gran árbol, muro del mundo. Y crecían de mi carne un gran silencio y un vaho poderoso. Y tu crecías de mí ¡Inocencia! Estábamos en el límite del mundo, en la frontera más sensible del globo, mudos; entonces entendí cómo son vanos toda lengua y todo hablar. Estábamos sobre la tierra y tú eras una alta flor nocturna, blanca, que atravesaba la noche como música transparente y líquida de una flauta. Desnudos. En el amor nos despojamos de todo, de las alas y de las palabras; su desnudez ligereza, que aire, cielo y agua. Esta es la poesía del principio, la poesía de la inmovilidad: nace la danza y nace el hombre, el hombrecillo el pensador. Pero estar callados, inmóviles, y oír cómo golpea la sangre, cómo golpean los ciegos minerales, cómo golpea la luz, y cómo contesta el pecho henchido al golpe del planeta que crece, es ser, anónimos, impersonales, eternos otra vez.
¿Quién conocerá los límites de la muerte? ¿Quién los del amor? ¿Qué línea, qué estrella los separa? Sus aguas se juntan en un solo sitio, más allá de todo tiempo; se confunden, se mezclan, y siempre, a través del amor, como una secreta e invisible presencia, escuchamos, palpamos la muerte. Ella es el contendio de todo amor y la única, asoladora paz. Pero la muerte no es el fin del amor, sino su condición, su entraña, y exigencia: la muerte sólo vive del amor y él sólo de ella. ¿Quién, al amar, no siente morir, ya como abandono, ya como avidez?
El amor nos sepulta en la nada; por él sabemos del vacío de la extinción de lo humano consciente en el terrible, inacabable fluir de la muerte. En el tumulto de la carne escuchamos siempre el poderoso silencio de los huesos y del morir que representan.
México 1935.
Octavio Paz.
¿Quién conocerá los límites de la muerte? ¿Quién los del amor? ¿Qué línea, qué estrella los separa? Sus aguas se juntan en un solo sitio, más allá de todo tiempo; se confunden, se mezclan, y siempre, a través del amor, como una secreta e invisible presencia, escuchamos, palpamos la muerte. Ella es el contendio de todo amor y la única, asoladora paz. Pero la muerte no es el fin del amor, sino su condición, su entraña, y exigencia: la muerte sólo vive del amor y él sólo de ella. ¿Quién, al amar, no siente morir, ya como abandono, ya como avidez?
El amor nos sepulta en la nada; por él sabemos del vacío de la extinción de lo humano consciente en el terrible, inacabable fluir de la muerte. En el tumulto de la carne escuchamos siempre el poderoso silencio de los huesos y del morir que representan.
México 1935.
Octavio Paz.