Sunday, October 19, 2008

Paz y París.


En 1951 vivía en París. Ocupaba un empleo modesto en la embajada de México. Había llegado hacía seis años, en diciembre de 1945; la medianía de mi posición explica que no se me hubiese enviado, al cabo de dos o tres años, como es la costumbre diplomática, a un puesto en otra ciudad. Mis superiores se habían olvidado de mí y yo, en mi interior, se los agradecía. Trataba de escribir y, sobre todo, exploraba esa ciudad que es tal vez el ejemplo más hermoso del genio de nuestra civilización: sólida sin pesadez, grande sin gigantismo, atada a la tierra pero con voluntad de vuelo. Una ciudad en donde la mesura rige con el mismo imperio, suave e inquebrantable, los excesos del cuerpo y los de la cabeza. En sus momentos más afortunados una plaza, una avenida, un conjunto de edificios, la tensión que la habita se resuelve en armonía. Placer para los ojos y para la mente. Exploración y reconocimiento: en mis paseos y caminatas descubría lugares y barrios desconocidos pero también reconocía otros, no vistos sino leídos en novelas y poemas. París era, para mí, una ciudad, más que inventada, reconstruida por la memoria y por la imaginación. Frecuentaba a unos pocos amigos y amigas franceses y de otras partes, en sus casas y, sobre todo, en cafés y bares. En París, como en otras ciudades latinas, se vive más en las calles que en las casas. Me unían a mis amigos afinidades artísticas e intelectuales. Vivía inmerso en la vida literaria de aquellos días, mezclada a ruidosos debates filosóficos y políticos. Pero mi secreta idea fija era la poesía: escribirla, pensarla, vivirla. Agitado por muchos pensamientos, emociones y sentimientos contrarios, vivía tan intensamente cada momento que nunca se me ocurrió que aquel género de vida pudiera cambiar. El futuro, es decir: lo inesperado, se había esfumado casi totalmente.

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