
Muchas veces me he preguntado ¿cómo será el lector que me lea? Inútilmente he tratado de representarme su figura, sus rasgos físicos y mentales. Ni siquiera su sonrisa, esa sonrisa que a todo buen lector ilumina cuando sus ojos tropiezan con una afirmación que lo hiere, ya porque solicita su repulsa, ya porque ha logrado su aprobación. Siempre que he pensado en ese posible lector el vacío aparecía ante mis ojos. Este resultado, sin embargo, nunca ha herido mi vanidad, pero sí me ha planteado otra cuestión, mucho más honda: ¿para quién escribo? Pues aparte del natural y no por eso menos condenable y vanidoso optimismo que encierra el preguntarse cómo es el lector que me lee, la verdad es que la pregunta encierra otra: ¿para quienes escribo, para quienes escriben los escritores que, como yo, no se dirigen a un público especial? ¿Quienes son esos lectores, ese lector sin nombre propio, desconocido, vago, sólo ojos, que se nos aparece en horas de vigilia y aridez como un fantasma, al que tenemos que seducir y atraer?
Sabemos, generalmente, por qué escribimos: todas las razones –y las sinrazones- que mueven a cualquier hombre a escribir se pueden reducir a una: el deseo de expresarse. Por eso se escribe: no tanto para agradar o cultivar a los demás como para satisfacer al hombre íntimo y confuso que cada uno lleva dentro. Pero ¿para quienes escribimos los que escribimos para todos? Cuando se trata de escritores especialistas la respuesta es fácil. Para un escritor que ha hecho una especialidad de la física, de la química o de la política, es natural que sus lectores sean los aficionados a esa clase de estudios o de problemas. Lo mismo si se trata de una crónica deportiva que de una sección de modas o de divulgación histórica, el escritor ya sabe a quienes se dirige. El y sus lectores forman una comunidad, con las mismas preocupaciones, gustos semejantes, parecidos ideales. En estas circunstancias, su tarea está sometida a menores riesgos y azares; no teme la incomprensión y el equívoco, e incluso puede criticar sin piedad aquello que le parezca, aún contra la opinión corriente, seguro de que, aunque su crítica no sea compartida, será por lo menos entendida.
El y sus lectores se mueven en un mismo círculo y forman, en el mar de la sociedad, una pequeña isla de simpatía; su lenguaje es idéntico, las palabras poseen para todos un valor y un significado parecidos y ambos, escritor y público, parten de supuestos previos y comúnmente aceptados. Hace días leí una crónica que relataba un partido de béisbol. Confieso que no entendí nada, pues aquello más bien parecía un texto hermético o surrealista que una crónica deportiva. Sin embargo, el cronista conocía su oficio y se dirigía a un público entendido muy numeroso. Mi primitiva indignación fue substituida por el asombro y, luego, por la comprensión: aquel escritor deportivo, tan poco correcto gramaticalmente, era muy superior a muchos relamidos académicos y literatos que nos rodean y a quienes nadie lee, aunque todos admiran, pues era capaz de hablar para un público determinado, con su lenguaje propio, apasionando a sus lectores y creando entre ellos y él una comunidad de simpatía mutua. No es otro el verdadero objeto del escritor.
Pero ¿para quienes escriben los escritores que no tiene un público determinado , ni temas fijos, ni preocupaciones especiales y cuya única especialidad es, si es posible decirlo así, la generalidad? La primera respuesta que acude a la mente es ésta: escribo para todos. Todos…¿Quiénes son todos? Un político puede hablar de las “masas”, porque para él no existe el hombre individual, concreto, sino una vaga entidad, de la que se sirve o a la que sirve según el caso, que lo apoya y sobre la que se encarama para producir discursos, organizar manifestaciones, construir palacetes, intervenir en todos los negocios, acaparar el arroz y los boletos de los toros, etc. Pero un escritor no puede escribir para las “masas” ni para ese vago “todos” sin riesgo de convertirse en un escritor para NADIE. ¿Entonces, para quién se escribe, si no se escribe para el público? Pienso que se escribe para el “cada uno” que forma el público, para el “cada uno” con un nombre y un corazón, con una entraña y unos sueños, que no es superior, ni distinto del escritor.
Escribo para ti, lector, para tenderte la mano, para estrechar tu mano. Pues escribo para expresarme, para aclararme muchas cosas que para mí mismo permanecen obscuras; y al expresarme ¿qué es lo que busco, si no busco tú simpatía? El arte de escribir, como el arte de leer, son artes de solitarios, de seres que viven en soledad. A solas leemos y a solas escribimos. Y leemos y escribimos, cuando estamos solos, para romper esa soledad, para poblar esa soledad con un diálogo silencioso. Escribo para ese solitario que me lee, no para la masa porque la masa no lee nunca: escucha, oye, pero no lee. Y ese solitario que me lee, al hacerlo rompe su soledad y rompe esta soledad mía esta soledad que ya lo presiente y en la que escribo algunas pocas cosas , sin gran substancia ni fundamento, no para asombrar a nadie , ni para instruir o aconsejar , sino para sentirme menos solo, para sentirlo a él en mi soledad. Escribir es tender una mano, abrirla, buscar en el viento un amigo capaz de estrecharla. Es un intento de crear una comunidad. Y nada más.
Octavio Paz.
México. 1943
Sabemos, generalmente, por qué escribimos: todas las razones –y las sinrazones- que mueven a cualquier hombre a escribir se pueden reducir a una: el deseo de expresarse. Por eso se escribe: no tanto para agradar o cultivar a los demás como para satisfacer al hombre íntimo y confuso que cada uno lleva dentro. Pero ¿para quienes escribimos los que escribimos para todos? Cuando se trata de escritores especialistas la respuesta es fácil. Para un escritor que ha hecho una especialidad de la física, de la química o de la política, es natural que sus lectores sean los aficionados a esa clase de estudios o de problemas. Lo mismo si se trata de una crónica deportiva que de una sección de modas o de divulgación histórica, el escritor ya sabe a quienes se dirige. El y sus lectores forman una comunidad, con las mismas preocupaciones, gustos semejantes, parecidos ideales. En estas circunstancias, su tarea está sometida a menores riesgos y azares; no teme la incomprensión y el equívoco, e incluso puede criticar sin piedad aquello que le parezca, aún contra la opinión corriente, seguro de que, aunque su crítica no sea compartida, será por lo menos entendida.
El y sus lectores se mueven en un mismo círculo y forman, en el mar de la sociedad, una pequeña isla de simpatía; su lenguaje es idéntico, las palabras poseen para todos un valor y un significado parecidos y ambos, escritor y público, parten de supuestos previos y comúnmente aceptados. Hace días leí una crónica que relataba un partido de béisbol. Confieso que no entendí nada, pues aquello más bien parecía un texto hermético o surrealista que una crónica deportiva. Sin embargo, el cronista conocía su oficio y se dirigía a un público entendido muy numeroso. Mi primitiva indignación fue substituida por el asombro y, luego, por la comprensión: aquel escritor deportivo, tan poco correcto gramaticalmente, era muy superior a muchos relamidos académicos y literatos que nos rodean y a quienes nadie lee, aunque todos admiran, pues era capaz de hablar para un público determinado, con su lenguaje propio, apasionando a sus lectores y creando entre ellos y él una comunidad de simpatía mutua. No es otro el verdadero objeto del escritor.
Pero ¿para quienes escriben los escritores que no tiene un público determinado , ni temas fijos, ni preocupaciones especiales y cuya única especialidad es, si es posible decirlo así, la generalidad? La primera respuesta que acude a la mente es ésta: escribo para todos. Todos…¿Quiénes son todos? Un político puede hablar de las “masas”, porque para él no existe el hombre individual, concreto, sino una vaga entidad, de la que se sirve o a la que sirve según el caso, que lo apoya y sobre la que se encarama para producir discursos, organizar manifestaciones, construir palacetes, intervenir en todos los negocios, acaparar el arroz y los boletos de los toros, etc. Pero un escritor no puede escribir para las “masas” ni para ese vago “todos” sin riesgo de convertirse en un escritor para NADIE. ¿Entonces, para quién se escribe, si no se escribe para el público? Pienso que se escribe para el “cada uno” que forma el público, para el “cada uno” con un nombre y un corazón, con una entraña y unos sueños, que no es superior, ni distinto del escritor.
Escribo para ti, lector, para tenderte la mano, para estrechar tu mano. Pues escribo para expresarme, para aclararme muchas cosas que para mí mismo permanecen obscuras; y al expresarme ¿qué es lo que busco, si no busco tú simpatía? El arte de escribir, como el arte de leer, son artes de solitarios, de seres que viven en soledad. A solas leemos y a solas escribimos. Y leemos y escribimos, cuando estamos solos, para romper esa soledad, para poblar esa soledad con un diálogo silencioso. Escribo para ese solitario que me lee, no para la masa porque la masa no lee nunca: escucha, oye, pero no lee. Y ese solitario que me lee, al hacerlo rompe su soledad y rompe esta soledad mía esta soledad que ya lo presiente y en la que escribo algunas pocas cosas , sin gran substancia ni fundamento, no para asombrar a nadie , ni para instruir o aconsejar , sino para sentirme menos solo, para sentirlo a él en mi soledad. Escribir es tender una mano, abrirla, buscar en el viento un amigo capaz de estrecharla. Es un intento de crear una comunidad. Y nada más.
Octavio Paz.
México. 1943
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