Sunday, July 13, 2008

La Llama Doble.


Fragmento de "La Llama Doble"

La quinta nota distintiva de nuestra idea del amor consiste, como en el caso de las otras, en la unión indisoluble de dos contrarios, el cuerpo y el alma. Nuestra tradición, desde Platón, ha exaltado al alma y ha menospreciado al cuerpo. Frente a ella y desde sus orígenes, el amor ha ennoblecido el cuerpo: sin atracción física, carnal, no hay amor. Ahora asistimos a una reversión radicalmente opuesta al platonismo: nuestra época niega al alma y reduce el espíritu humano a un reflejo de las funciones corporales. Así ha minado en su centro mismo a la noción de persona, doble herencia del cristianismo y la filosofía griega. La noción de alma constituye a la persona y, sin persona, el amor regresa al mero erotismo. Más adelante volveré sobre el ocaso de la noción de persona en nuestras sociedades; por ahora, me limito a decir que ha sido el principal responsable de los desastres políticos del siglo XX y del envilecimiento general de nuestra civilización. Hay una conexión íntima y causal, necesaria, entre las nociones de alma, persona, derechos humanos y amor. Sin la creencia en un alma inmortal insperable de un cupero mortal, no habría podido nacer el amor único ni su consecuencia: la transformación del objeto deseado en sujeto deseante. En suma, el amor exige como condición previa la noción de persona y ésta la de un alma encarnada en un cuerpo.

La palabra persona es de origen etrusco y designaba en Roma a la máscara del actor teatral. ¿Qué hay detrás de la máscara, qué es aquello que anima al personaje? El espíritu humano, el alma, o ánima. La persona es un ser compuesto de un alma y un cuerpo. Aquí aparece otra y gran paradoja del amor, tal vez la central, su nudo trágico: amamos simultáneamente un cuerpo mortal, sujeto al tiempo y sus accidentes,y un alma inmortal. El amante ama por igual al cuerpo y al alma. Incluso puede decirse que, si no fuera por la atracción hacia el cuerpo, el enamorado no podría amar al alma que lo anima. Para el amante el cuerpo deseado es alma; por esto le habla con un lenguaje del más allá del lenguaje pero que es perfectamente comprensible, no con la razón, sino con el cuerpo, con la piel. A su vez el alma es palpable: la podemos tocar y su soplo refresca nuestros párpados o calienta nuesta nuca. Todos los enamorados han sentido esta transposición de lo corporal a lo espiritual y viceversa. Todos lo sabencon un saber rebelde a la tazón y al lenguaje. Algunos poetas lo han dicho:

...her pure and eloquent blood
Spoke in her cheeks, and so distinctly wrought
That one might almost say, her body thought.

Al ver en el cuerpo los atributos del alma, los enamorados incurren en una herejía que reprueban por igual los cristianos y los platónicos. Así, no es extraño que haya sido considerado como un extravío e incluso como una locura: el loco amor de los poetas medievales. El amor es loco porque encierra a los amantes en una contradicción insoluble. Para la tradición platónica, el ama vive prisionera en el cuerpo; para el cristianismo, venimos a este mundo sólo una vez y sólo para salvar nuestra alma. En uno y otro caso hay oposición entre alma y cuerpo, aunque el cristianismo la haya atenuado con el dogma de la resurrección de la carne, y la doctrina de los cuerpos gloriosos. Pero el amor es una transgresión tanto de la tradición platónica como de la cristiana. Traslada al cuerpo los atributos del alma y éste deja de ser una prisión. El amante ama al cuerpo como si fuese alma y al alma como si fuese cuerpo. El amor mezcla la tierra con el cielo: es la gran subversión. Cada vez que el amante dice: te amo para siempre. confiere a una criatura efímera y cambiante dos atributos divinos: la inmortalidad y la inmutabilidad. La contradicción es en verdad trágica: la carne se corrompe, nuestros días están contados. No obstante, amamos. Y amamos con el cuerpo y con el alma, en cuerpo y alma.


Esta descripción de los cinco elementos constitutivos de nuestra imágen del amor, que por más somera que haya sido, me parece que revela su naturaleza contradictoria, paradójica y misteriosa. Mencioné a cinco rasgos distintivos; en realidad , como se ha visto, pueden reducirse a tres: la exclusividad, que es amor a una sola persona; la atracción, que es la fatalidad libremente asumida; la persona, que es alma y cuerpo. El amor está compuesto de contrarios pero que no pueden separarse y que viven sin cesar en lucha y reunión con ellos mismos y con los otros. Estos contrarios, como si fuesen los planeta del extraño sistema solar de las pasiones, giran en torno a un sol único. Este sol también es doble: la pareja. Continua transmutación de cada elemento: la libertad escoge la servidumbre, la fatalidad se transforma en elección voluntaria, el alma es cuerpo y el cuerpo es alma. Amamos a un ser mortal como si fuese inmortal. Lope lo dijo mejor: a lo que es temporal llamar eterno. Sí, somos mortales, somos hijos del tiempo y nadie se salva de la muerte. No sólo sabemos que vamos a morir sino que la persona que amamos también morirá. Somos los juguetes del tiempo y de sus accidentes: la enfermedad y la vejez, que desfiguran el cuerpo y extravían el alma. Pero el amor es una de las respuestas que el hombre ha inventado para mirar de frente a la muerte. Por el amor le robamos al tiempo que nos mata unas cuantas horas que transformamos a veces en paraíso y otras en infierno. De ambas maneras el tiempo se distiende y deja de ser una medida. Más alla de la felicidad o infelicidad, aunque sea las dos cosas, el amor es intensidad; no nos regala la eternidad sino la vivacidad, ese minuto en el que se entreabren las puertas del tiempo y del espacio; aquí es allá y ahora es siempre. En el amor todo es dos y todo tiende a ser uno.



CONTINUA OCTAVIO PAZ EN UN FRAGMENTO POSTERIOR:

Tal vez el error de Hegel y de sus discípulos consistió en buscar una solución histórica, es decir, temporal, a la desdicha de la historia y a sus consecuencias: la escisión y la alienación. El calvario de la historia, como él llamaba al proceso histórico, está recorrido por un Cristo que cambia sin cesar de rostro y de nombre pero que siempre es el mismo: el hombre. Es el mismo pero jamás está en sí mismo: es tiempo y el tiempo es constante separación de sí. Se puede refutar la existencia del tiempo y reputarlo una ilusión. Esto fue lo que hicieron los budistas. Sin embargo, no pudieron substraerse a sus consecuencias: la rueda de la reencarnación y el karma, la culpa del pasado que nos empuja sin cesar a vivir. Podermos negar al tiempo, no escapar de su abrazo. El tiempo es continua escisión y no descansa nunca: se reproduce y se multiplica al separarse de si mismo. La escisión no se cura con tiempo sino con algo o con alguien que sea no-tiempo.
Cada minuto es el cuchillo de la separación: ¿cómo confiarle nuestra vida al cuchillo que nos deguella? El remedio está en encontrar un bálsamo que cicatrice para siempre esa continua herida que nos infligen las horas y los minutos. Desde que apareció sobre la tierra- sea porque haya sido expulsado del paraíso o porque es un momento de la evolución universal de la vida- el hombre es un ser incompleto. Apenas nace y se fuga de sí mismo. ¿A dónde va? Anda en busca de sí mismo y se persigue sin cesar. Nunca es el que es sino el que quiere ser, el que se busca; en cuanto se alcanza, o cree que se alcanza, se desprende de nuevo de sí, se desaloja, y prosigue su persecución. Es el hijo del tiempo. Y más: el tiempo es su ser y su enfermedad constitucional. Su curación no puede estar sino fuera del tiempo. ¿Y si no hubiese nada ni nadie más alla del tiempo? Entonces el hombre estaría condenado y tendría que aprender a vivir cara a esta terrible verdad. El bálsamo que cicatriza la herida del tiempo se llama religión; el saber que nos llevar a convivir con nuestra herida se llama filosofía.

¿No hay salida? Sí la hay: en algunos momentos el tiempo se entreabre y nos deja ver el otro lado. Estos instantes son experiencias de la conjunción del sujeto y del objeto, del yo soy y el tú eres, del ahora y el siempre, el allá y el aquí. No son reducibles a conceptos y sólo podemos aludir a ellas con paradojas y con las imágenes de la poesía. Una de estas experiencias es el amor, en la que la sensación se une al sentimiento y ambas al espíritu. Es la experiencia de la total extrañeza: estamos fuera de nosotros, lanzados hacia la persona amada; y es la experiencia del regreso al origen, a ese lugar que no está en el espacio y que es nuestra patria original. La persona amada es. a un tiempo, tierra incógnita y casa natal, la desconocida y la reconocida. Sobre esto es útil citar, más que a los poeta o a los místicos, precisamente a un filósofo como Hegel, gran maestro de las oposiciones y las negaciones. En uno de sus escritos de juventud dice: "El amor excluye todas las oposiciones y de ahí que escape al dominio de la razón, anula la objetividad y así va mas allá de la reflexión" En el amor la vida se descubre en ella misma ya exenta de cualquiera incompletuda. El amor suprime esa escisión. ¿Para siempre? Hegel no lo dice pero probablemente en su juventud lo creyó. Incluso puede decirse que toda su filosofía y especialmente la misión que atribuye a la dialéctica -lógica químerica- no es sino una gigantezca traducción de esta visión juvenil del amor al lenguaje conceptual de la razón.

En el mismo texto de Hegel percibe con extraordinaria penetración la gran y trágica paradoja que funda el amor "los amantes no pueden separarse sino en la medida en que son mortales o cuando reflexionan sobre la posibilidad de morir.". En efecto, la muerte es la fuerza de gravedad del amor. El impulso amoroso nos arranca de la tierra y del aquí; la conciencia de la muerte nos hace volver: somos ortales, estamos hechos de tierrra y tenemos que volver a ella. Me atrevo a decir algo más. El amor es vida plena, unida a sí misma: lo contrario de la separación. En la sensación del abrazo carnal, la unión de la pareja se hace sentimiento y éste, a su vez, se transforma en conciencia: el amor es el descubrimiento de la unidad de la vida. En ese instante, la unidad compacta se rompe en dos y el tiempo reaparece: es un gran hoyo que nos traga. La doble faz de la sexualidad reaparece en el amor: el sentimiento intenso de la vida es indistinguible del sentimiento no menos poderoso de la extinción del apetito vital, la subida es caída y la extrema tensión, destensión. Así pues, la fusión total implica la aceptación de la muerte. Sin la muerte, la vida- la nuestra, la terreste- no es vida. El amor no vence a la muerte pero la integra en la vida. La muerte de la persona querida confirma nuestra condena: somos tiempo, nada dura y vivir es un continuo separarse; al mismo tiempo, en la muerte cesan el tiempo y la separación regresamos a la indistinción del principio, a ese estado que entrevemos en la cópula carnal. El amor es un regreso a la muerte, al lugar de reunión. La muerte es la madre universal. Mezlcaré tus huesos con los míos, le dice Cintia a su amante. Acepto que las palabras de Cintia no pueden satisfacer a los cristianos ni a todos los que creen en otra vida después de la mierte. Sin embargo ¿Qué habría dicho Francesca si alguien hubiese ofrecido salvarla pero sin Paolo? Creo que habría contestado: escoger el cielo para mí y el infierno para mi amado es escoger al infierno, condenarse dos veces.




Octavio Paz, La llama doble, Mèxico 1994.

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