
¿Por qué reírse de los antiguos que consideraban
los números como el principio universal?
Sólo se nace una vez: esta frase, que nos parece incontrovertible, dicha ante un hindú o un budista provoca inmediatamente un gesto de rechazo o una sonrisa de incredulidad. Para ambos, todos los seres vivos están condenados al giro fatal de las reencarnaciones de ahí que la liberación final no sea una victoria sobre la muerte, como entre nosotros, sino sobre la vida: el premio consiste en nunca volver a nacer. Opiniones parecidas predominaban entre los griegos y los romanos; la idea del tiempo cíclico y del inevitable regreso del pasado –y así el renacer, remorir y renacer de los hombres y las épocas- era común y aparece en muchos pensadores y poetas de la Antigüedad. Empédocles recordaba haber sido hombre, mujer y “en el Salado, pez mudo”. Platón dice en el Timeo que los hombres están sometidos a innumerables nacimientos, prueba terrible que cesa únicamente cuando el alma inmortal, por la bondad de sus acciones, logra desprenderse del cuerpo; entonces, ya libre, vuelve a su astro nativo. Estas ideas repelen por partida doble a las mentes modernas: para los cristianos son una herejía y para la ciencia una quimera. No obstante, después de afrontar una dificultad grave o pasar por un peligro mortal, respiramos al sentirnos a salvo, decimos: “he vuelto a nacer”. Los días del hombre están contados y cada uno de nosotros sólo vive una vez pero todos nacemos, morimos y renacemos muchas veces.
La vida es cambio continuo y algunos de esos cambios son de tal modo profundos e irrevocables que no es exagerado llamarlos nacimientos. Aquellos que un día se entregan a una fe o una causa, hablan de su conversión como de “un segundo nacimiento”. También decimos que hemos vuelto a nacer cuando nos enamoramos o al descubrir nuestra verdadera vocación o al abandonar a nuestra ciudad para comenzar, en otra parte, “una nueva vida”. Algunos incluso adoptan otro nombre como si así quisieran decir que, al cambiar de género de vida, han cambiado también de identidad y se han convertido en otra persona. En una de sus comedias más perfectas, As you like it, Shakespeare hace decir a uno de sus personajes –Jacques, filósofo melancólico- que el hombre pasa por siete edades y que en la última, la senectud, regresa a la primera: la niñez. Así, antes de morir para siempre, cada uno de nosotros vive y muere siete veces, como los gatos. Recuerdo a los gatos porque lo que he dicho sobre los hombres puede aplicarse sin dificultad a los demás seres y entes sujetos a la sucesión y al devenir. Todo lo que es tiempo –“imagen móvil de la eternidad”, lo llamó Platón –es perpetuo nacer, morir y renacer, trátese de un infusorio o de una civilización. Por esto, entre todas las concepciones acerca de la naturaleza de la historia, la que me parece más cuerda es aquella que la ve como la ciencia (y el arte) que estudia y cuenta los nacimientos de una sociedad o de un grupo de sociedades. La historia de un pueblo no es sino el relato de sus nacimientos, muertes y resurrecciones.
El Tres y el Cuatro.
Octavio Paz.
los números como el principio universal?
Sólo se nace una vez: esta frase, que nos parece incontrovertible, dicha ante un hindú o un budista provoca inmediatamente un gesto de rechazo o una sonrisa de incredulidad. Para ambos, todos los seres vivos están condenados al giro fatal de las reencarnaciones de ahí que la liberación final no sea una victoria sobre la muerte, como entre nosotros, sino sobre la vida: el premio consiste en nunca volver a nacer. Opiniones parecidas predominaban entre los griegos y los romanos; la idea del tiempo cíclico y del inevitable regreso del pasado –y así el renacer, remorir y renacer de los hombres y las épocas- era común y aparece en muchos pensadores y poetas de la Antigüedad. Empédocles recordaba haber sido hombre, mujer y “en el Salado, pez mudo”. Platón dice en el Timeo que los hombres están sometidos a innumerables nacimientos, prueba terrible que cesa únicamente cuando el alma inmortal, por la bondad de sus acciones, logra desprenderse del cuerpo; entonces, ya libre, vuelve a su astro nativo. Estas ideas repelen por partida doble a las mentes modernas: para los cristianos son una herejía y para la ciencia una quimera. No obstante, después de afrontar una dificultad grave o pasar por un peligro mortal, respiramos al sentirnos a salvo, decimos: “he vuelto a nacer”. Los días del hombre están contados y cada uno de nosotros sólo vive una vez pero todos nacemos, morimos y renacemos muchas veces.
La vida es cambio continuo y algunos de esos cambios son de tal modo profundos e irrevocables que no es exagerado llamarlos nacimientos. Aquellos que un día se entregan a una fe o una causa, hablan de su conversión como de “un segundo nacimiento”. También decimos que hemos vuelto a nacer cuando nos enamoramos o al descubrir nuestra verdadera vocación o al abandonar a nuestra ciudad para comenzar, en otra parte, “una nueva vida”. Algunos incluso adoptan otro nombre como si así quisieran decir que, al cambiar de género de vida, han cambiado también de identidad y se han convertido en otra persona. En una de sus comedias más perfectas, As you like it, Shakespeare hace decir a uno de sus personajes –Jacques, filósofo melancólico- que el hombre pasa por siete edades y que en la última, la senectud, regresa a la primera: la niñez. Así, antes de morir para siempre, cada uno de nosotros vive y muere siete veces, como los gatos. Recuerdo a los gatos porque lo que he dicho sobre los hombres puede aplicarse sin dificultad a los demás seres y entes sujetos a la sucesión y al devenir. Todo lo que es tiempo –“imagen móvil de la eternidad”, lo llamó Platón –es perpetuo nacer, morir y renacer, trátese de un infusorio o de una civilización. Por esto, entre todas las concepciones acerca de la naturaleza de la historia, la que me parece más cuerda es aquella que la ve como la ciencia (y el arte) que estudia y cuenta los nacimientos de una sociedad o de un grupo de sociedades. La historia de un pueblo no es sino el relato de sus nacimientos, muertes y resurrecciones.
El Tres y el Cuatro.
Octavio Paz.
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